lunes, 25 de abril de 2011

La trinidad del mar y la fafafa galopante.


Yo trabajé en una oficina, sí, fría de luz y acolchonada de hits de FM. No usé camisa, ni uniforme, en eso se basaba mi rebeldía hacia el sistema corporativo; eso y mi mutante color de pelo. En cambio Julio, mi compañero de escritorio, brillaba de tan correcto. Camisa, corbata, pantalón de vestir, perfume, gel y hasta algunas veces se animaba suplantar la campera de jean por el saco negro aquel que heredó de su viejo.

El papá de Julio demostró la veracidad que tiene la advertencia que madres, tías y abuelas nos hacen de pequeños: “Hasta tres horas después de comer no podés entrar al agua, es peligroso”. El papá de Julio murió en vacaciones, en una playa brasilera, acalambrado y ahogado mientras intentaba darse un chapuzón inmediatamente después de haber almorzado. Lo ridículo de la situación, contaba Julio sonriendo sin demostrar huellas de congoja, es que su padre se ahogó a pocos metros de la orilla, donde el agua no te llega mas allá de los tobillos. Nadie lo vio caer de boca, estático de dolor e imposibilitado de levantar la cabeza fuera del agua. Murió con la cara enterrada en la arena del Brasil.

Julio era un buen compañero, un tipo de pocas ambiciones y con una capacidad de ahorro nula. En ambas cosas nos parecíamos. Derrochábamos toda nuestra plata entre el almuerzo, la merienda y las visitas a los videojuegos que estaban en la calle peatonal cercana a la oficina. El Doble Dragón era nuestro favorito.

Parecíamos amigos, pero no lo éramos. Éramos compañeros de trabajo, de oficina.

Una vez organizaron una salida entre todos los del trabajo, el motivo fue el festejo del cumpleaños de alguien que yo apenas conocía. Fue extraño verlos a todos en otro lugar que no fuera la oficina… eran como peces de pecera que ahora nadaban en el mar. Fuimos a tomar algo y después a un karaoke que las chicas de administración frecuentaban. Juro que a pesar de pronosticar lo contrario, empecé divirtiéndome mucho. Recuerdo que el flaco Suárez nos sorprendió a todos con su repertorio de Camilo Sesto, se sabía las canciones completas y las cantaba muy bien; Maira (Pegui) cantó y bailó como loca una de Shakira, desafinó un montón, pero se quitó de encima la imagen que tenía de gorda virgen y resentida, ahora era una estrella. Yo, animado por las frutas inundadas de vino que le había comido al clericó, junté cómplices y salté al escenario y cantamos Sin Documentos de Los Rodríguez, lo hicimos con tanta gana y tanta soltura que los encargados del lugar nos enviaron de regalo a la mesa otra jarra de dulce (y venenoso) clericó. Transgredíamos las barreras de la formalidad de todos los días con el leve desenfreno que la situación nos concedía.

- ¡Cantá Julio! – le grité exageradamente, haciéndome el gracioso. Me miró. Su mirada estaba limpia, solo había tomado agua sin gas durante toda la noche. Me sentí mal y bajé el tono de mi voz.

- ¿No tenes ganas de cantar? No importa, es una boludez… ¿Viste Pegui como cantó?...- dije, buscando caer bien con la conversación… él, sin dejar de mirarme hizo un gesto, una sonrisa compasiva creo; mi mirada dilatada no me dejó distinguir bien. Se levantó, me dio dos palmaditas en la espalda y se alejó, hoy también vestía camisa, corbata, pantalón de vestir, perfume y gel; colgada en el respaldo del asiento de su silla descansaba la campera de jean.

Escuché los pasos de Julio cuando subió los tres escaloncitos del escenario, había mil ruidos en el lugar, pero yo pude escuchar esos pasos y también escuché los otros, los que dio para llegar hasta el micrófono… vi como sus ojos se proyectaron hacia la profunda inmensidad de algún lugar, vi eso y también vi los dos rayos de luz que lo atravesaron cuando comenzó a cantar, lo vi brillar… y mientras brillaba, y mientras cantaba, alrededor de él vi el mar… y a las criaturas que nadaban mansamente… Julio dentro de su traje de corales brillantes apenas movía los labios y dejaba escapar su voz; cantaba una de Bowie. Y yo me aprovechaba de aquella imagen que regalaba. El ruido del lugar seguía, intentaba ahogarlo, acalambrarlo y ahogarlo, a él y al mundo que creaba…

Trepé a una mesa, pateé unos vasos, salpiqué y grité:

- Malditos borrachos, estúpidos drogadictos, prostitutas roñosas… ¿Piensan que viven? ¡Zombies decadentes! Vayan a emparchar sus sonrisas manchadas y sus bombachas. ¡Putas! ¡Negros! ¡Carniceros del espíritu! Maricas refugiados en estados embusteros elaborados por ingredientes pendencieros de la voluntad… ¡Señores de pija parada! Observen a la trinidad del mar en escena, es Neptuno, Tritón y Poseidón… observen su gracia, que hoy, manga de hijos e hijas de una gran puta, ha tenido la delicadeza de posarse sobre vuestras estúpidas narices destrozadas. ¡Aprecien la hermosura! ¡Aprecien la pureza! ¡Asnos! ¡Asnos! Dan asco con sus babosos dedos titilantes ¡Escuchen los golpes que surgen desde su interior! ¡Busquen la forma! Mírense, con sus vasos coquetos y sus platillos tibios… Hoy me domina un gran placer, el gran placer de ver sus inútiles desvaríos de grandeza en este ámbito miserable, en este mundo de mala espina… ¡Desángrense! ¡Bestias! Desángrense corriendo detrás de la velocidad del tiempo… ¡Cuánto mas rápidos, mas muertos! Desángrense basuras, mientras la belleza mas natural les pasa suavemente por su lado… - a partir de ahí ya no recuerdo mas nada… caí al piso, o me obligaron a bajar de la mesa de un botellazo, no lo sé.

Desperté en casa. La noche aun estaba en mi cabeza dando puntapiés en mi ojo y en mi sien izquierda. Algo en mí raspaba el fondo. Fui a tomar agua. Encontré en la heladera una nota agarrada a un imán uruguayo que tengo. “Lo de anoche fue hermoso, pero te imaginarás que por obvias razones no podemos divulgarlo en la oficina. Beso mi pececito”. Mi pulgar tapaba la firma del autor de aquella nota. Dudé. Corrí el pulgar. “Mayra (Pegui)” y un corazón remarcado
Gallo Negro